El ángel loco de Goyo Torres

El caserío comenzaba a sacudirse de la modorra nocturna cuando las viejas campanas de la iglesia repicaron a rebato. Esto era un hecho inusual a esa hora. La gente, entre alarmada y sor prendida, fue reuniéndose en el atrio. El propio párroco, vestido con ropa de dormir, salió intrigado y se sumó a la población que observaba atónita la torre. Las campanas siguieron sonando por varios minutos en un tono distendido y monocorde. La curiosidad corroía a los pobladores, pero ninguno se atrevía a moverse.
Después siguió un repentino silencio. Al cabo, por la puerta de la iglesia salió un muchacho de baja estatura, delgado, con piernas como alicate y vestido de un modo estrafalario. Al aproximarse, las personas formaron un círculo a su alrededor. Los ojos se fijaron en él con la curiosidad de un animal de circo.
—¿Tú tocaste las campanas? —preguntó el cura inquisitivo y molesto.
La gente contuvo el aliento. Ni siquiera el viento profanaba el silencio de aquel amanecer.
—Sí —respondió el joven con suma tranquilidad.
Tenía el rostro ojeroso, los cabellos grasientos, greñudos y un color de río torrentoso en la cara.
—¿Y quién eres? —interrogó otro hombre del conglomerado.
 —Un ángel —contestó, resaltando un acento entrecortado y foráneo.
Mientras hablaba no dejaba de sonreír, aunque solo traslucía el relieve desagradable de sus encías y unos irregulares dientes. Verlo así producía cierta desconfianza y un inaprensible sentido del ridículo.
—¿Para qué tocaste las campanas? —insistió el sacerdote sin prestar importancia a sus respuestas ni a la inquietud de los demás.
—Porque son las cinco de la mañana y hay que rezar el Ángelus —respondió sin amedrentarse.
Entonces le llovió una andanada de preguntas: ¿De dónde venía? ¿Qué hacía? 
¿Qué buscaba? Ante la persistencia de sus inquisidores adujo proceder de una alejada aldea enclavada en la espesura de la selva. Relató haber encontrado, después de mucho indagar con hierbas y plantas, una pócima que lo convirtió en ángel volador.
—Así fue como llegué hasta el campanario —dijo.
—¿Volando?
—Sí, volando.
Luego de escucharlo por algunos minutos, no sin hilaridad, la gente concluyó que se trataba de un orate y regresó a sus quehaceres. El alcalde comunal dijo estar cansado de tanto loco, timador, mercachifles y vendedores de cebo de culebra que llegaban al poblado y aconsejó a hombres y mujeres no dejarse embaucar por el sujeto.
—Y tú —señaló con sorna al muchacho—, no vueles. Puedes asustar a la gente.
—Lo que usted mande, vuecencia.
Desde aquel día la gente del pueblo debió acostumbrarse a los repiques de campana y a la figura desaliñada del loco.
Comenzaron a tomarlo por una curiosidad lugareña, alguien inofensivo que no dañaba a nadie y, además, permanecía el día entero encerrado en el campanario.
—A ningún pueblo importante que se precie de tal —sentenció el Alcalde en la fiesta patronal—, debe faltarle su loco. Ya tenemos el nuestro.
Los hombres celebraron la ocurrencia de la autoridad con sonoras carcajadas. Bebieron aguardiente, comieron y bailaron en honor de San Martín de Tours hasta el día siguiente.
A la hora del desayuno o la merienda el loco aparecía en cualquier casa y se apoltronaba con aire familiar. Pero había que ver lo lunático que estaba porque solo se alimentaba de tostado y frutas que consumía con deleite.
—Es el manjar de los ángeles —argumentaba mostrando modales exquisitos.

II
Una tarde el cura se percató que la torre de la iglesia no poseía escalera ni otro medio que facilitara el ascenso hasta el campanario. Buscó al muchacho y le preguntó intrigado:
—¿Cómo haces para subir?
—Vuelo —respondió aquél con naturalidad. El cura lo miró con afectación.
—¿Vuelas?
—Sí, vuelo.
El sacerdote lo observó con un aire de incredulidad evidente.
—Cuidado con quebrarte las alas —se burló, sarcástico, antes de marcharse.
—Eso no sucederá, vuecencia —contestó, reverencioso, el loco.

III
Las semanas y meses transcurrieron apaciblemente en el pueblo de Yanaya, la vida de sus habitantes no se vio alterada en nada, salvo la de los niños que perseguían al hombrecito exigiéndole les contara historias de su transformación en ángel y otras leyendas de la selva. Pronto llegó la cruda temporada de lluvias, más intensa de lo acostumbrado.
Un día nublado, mientras  la comunidad  escarbaba una acequia al pie del cerro Llamachocca, los sorprendió un deslizamiento de lodo y rocas. No todos los comuneros pudieron ponerse a salvo y siete fueron atrapados por el huayco. El pueblo se conmocionó. Todas las manos resultaban  insuficientes para rescatar a los infortunados trabajadores. El anexo más cercano estaba a ocho horas en acémila. El loco se ofreció para ir en busca de ayuda.
—Puedo llegar en menos tiempo que un caballo —argumentó a su favor.
El cura, en medio del ajetreo, aprobó el ofrecimiento sin meditarlo. No se perdía nada intentándolo. Además, el tipo parecía tan débil y pequeño que poco ayudaba en la operación de rescate.
El sujeto empezó a caminar, pero no avanzaba gran cosa.
—¡Por Dios, hijo! —gritó el alcalde desesperado—, vuela que se nos mueren los hombres.
Entonces, el muchacho, desplegó los brazos como los pájaros hacen con sus alas y, ante la mirada atónita de todos, alzó vuelo. En breves segundos se perdió planeando entre la difusa cresta de los cerros endrinos.

(El cuento “EL ÁNGEL LOCO” autor Goyo Torres se encuentra en el libro “NADA ESPECIAL, Cuentos” publicado el 2016-Octubre)