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Esta era una familia como cualquiera, disfrutaba de la vida pero también tenía sus días bajos. Un día, estaban paseando por el campo, era un día radiante, todos jugaban, familia feliz hasta ese entonces. Llegó el atardecer y tal como el sol se escondía, ellos se refugiaron en su cálido hogar.
Sin embargo, a eso de las 11:40 pm, Sebastián, el señor de la casa, sentía un dolor de cabeza horrendo, que no le dejaba descansar, él pensó que era un dolor común y corriente así que no le tomó importancia; a pesar del intenso martilleo en sus oídos, que hacía que confundiese la realidad, con una turbia visión de la muerte.
Al amanecer, el dolor había menguado un poco y el siguió con su rutina diaria. Sebastián, tenía una empresa de vehículos que atender, María, su esposa tenía una empresa de pan integral que administraba sola, y sus hijos asistían a la escuela más cercana.
Con el pasar de los días ya todo le empezaba a preocupar, pues ese irremediable dolor que le concernía no le dejaba seguir avante.
Un domingo de campo, donde antes íntegramente era libertad, felicidad y distensión; se había convertido en azotamiento, tristeza y preocupación; por tanto no lo pasaba afín como antes.
Con el pasar de los días esos simples dolores de cabeza aumentaban continuamente; Sebastián con el cuerpo paupérrimo, los ojos consternados; sentía que ya no pertenecía a este mundo.
Mientras descansaba en el crepúsculo del atardecer, las tinieblas amenazaban con cubrirlo todo, Sebastián no toleraba el dolor, sudaba incesantemente, sentía que a pocos se consumía su vigor.
María su mujer, a quien recordaba con una linda sonrisa, con unos ojos brillantes llenos de amor y dulzura, recordaba también cuando era un muchacho, como le había conocido, y había logrado conquistar su corazón de esta mujer y que con el tiempo su mujer fue adquiriendo preocupación por no saber qué es lo que le ocurría.
Sebastián fue al neurólogo a quien había visitado, luego de varios exámenes le dijo:
—Señor regrese de dos días, porque aquel incesante dolor que siente, puede ser a causa de varios factores.
Él deprimido regresa a su hogar, antes de ingresar a casa, intenta animarse y pensar que es lo que dirá para no preocupar más a su mujer que seguramente está esperando para preguntarle cómo le fue.
Y él responde:
—No nada, nada de qué preocuparnos, creo que solo tengo un resfriado.
María dudaba mucho porque, cuando él era un muchacho mostraba una alegría que nadie podía quitarle del rostro blanco y fino que tenía, pero no le insistió a que le anunciara lo que le estaba sucediendo.
Pasaron dos días, y Sebastián con la cabeza aturdida encaminó donde su doctor y en el transcurso del camino se imaginaba las peores cosas que le pudieran suceder pero aquel doctor le dijo:
—Señor usted tiene tumor cerebral maligno, pero podemos le daremos estas pastillas para que el tumor no siga aumentando.
Sebastián quedó muy alterado y perplejo.
—¿Y su familia sabe lo que el sucede? —dijo el doctor.
—¡No! —exclamó sin dudarlo.
—Entonces que espera usted para avisar a su familia, yo sé que está pasando por un momento doloroso pero se supone que una familia debe apoyarse en las buenas y en las malas. —respondió el doctor.
—Señor, mi familia, piensa que todo anda bien aunque mi esposa está sospechando lo que realmente me está pasando.
El doctor dijo:
—Tiene que informar a su familia, para que ellos le cuiden como usted a sí mismo.
Cuando estaba en su trabajo, sentía que se desvanecía, se le borraba lentamente la visión y de pronto, cayó en el suelo.
Cuando despertó se sentía sofocado, desesperado y sin entender lo que había sucedido.
Sebastián, cuando pasaba por las calles, observaba a familias felices, unidas, por lo que se echaba aún más a llorar y a deprimirse.
Cuando estaba por llegar a su casa, se limpiaba estas lágrimas que recorría por su pálido rostro, pera era irremediable; pensaba como avisar a su familia, y cuando llegó, su esposa le preguntó cómo le fue y respondió:
—¡Tengo un tumor cerebral! —dijo llorando.
Sebastián subía unas escaleras muy elevadizas y altas; y cuando llegó, observó un desierto; había unos toros muy bravíos que le atacaban y él se adargaba con sus manos, pero más en el fondo había un señor muy avezado, su rostro estaba bien marcado por las arrugas, con unas barbas bien mencionadas color blanco como la nieve; lo cual le decía:
—Ven hijo, pasa, tu puedes vencer a estos crédulos toros.
Y él todo osado venció a estos toros. Y cuando se acercó al señor le dijo:
—Hijo cuál es tu nombre.
—Soy Sebastián Fuentes Linares —respondió.
El señor, sacó de su alforja un libro bien grande, algo añejo, buscó su nombre y le dijo:
—Tú no estás aquí, regresa de dónde eres, aún no perteneces a este libro.
Cuando regresaba los toros intentaban atacarle, le hizo una herida muy profunda, pero aun así bajaba las escaleras con dolor.
Sebastián empapado de sudor despertó de ese sueño, quien a su lado se encontraba su mujer desvelada, a quien contó todo, y ella dijo:
—Esto es una señal; yo pienso, que el señor es Dios; los toros, son tus problemas y tu enfermedad; y como has bajado las escaleras estas de nuevo en vida porque estabas en el trazo de sucumbir; pero los toros te atacaron, posiblemente tendrás… otra enfermedad —dijo ella toda dudosa.
Sebastián, asustado; fue nuevamente donde su doctor, y le dijo:
—Sebastián, realmente el tumor no avanzó ni un milésimo tamaño.
Él le manifestó todo lo que había soñado, e interpretó lo mismo que había dicho su esposa.
Con el paso del tiempo Sebastián se quedó atónito, porque, por lo simple que se había soñado, había mostrado una gran mejora.
Sebastián, con el tiempo ya no fue tomando sus pastillas, se olvidaba continuamente, por lo que tampoco iba a su trabajo, pedía limosna, se juntaba con los señores de las calles, ya no iba a casa, uno, dos, tres días. María buscaba a su esposo, y le encontraba en las calles, tirado, sucio, con las barbas bien largas.
Pero ella no dudaba ni un solo segundo en llevarlo a su hogar y limpiarlo. Sus vecinos, dijeron que su esposo por mucha preocupación se había vuelto loco, pero ella no lo podía creer.
Sus vecinos le recomendaron que lo llevase a un manicomio, pero ella indudablemente, optó por la negativa.
Después de un tiempo, ella también se había dado cuenta que es lo que sucedía. Trajo a su casa unos hombres vestidos de blanco, pero él se rehusaba a dejarse llevar, lamentablemente María había traído a unos doctores, que lo llevaron al manicomio, Sebastián, lloraba, gritaba y decía:
—¡No, María yo estoy bien, porque, me haces esto!
María, junto con sus hijos lloraba desconsoladamente, y sus vecinos solo atenían a observar desde sus hogares.
Sin embargo, a eso de las 11:40 pm, Sebastián, el señor de la casa, sentía un dolor de cabeza horrendo, que no le dejaba descansar, él pensó que era un dolor común y corriente así que no le tomó importancia; a pesar del intenso martilleo en sus oídos, que hacía que confundiese la realidad, con una turbia visión de la muerte.
Al amanecer, el dolor había menguado un poco y el siguió con su rutina diaria. Sebastián, tenía una empresa de vehículos que atender, María, su esposa tenía una empresa de pan integral que administraba sola, y sus hijos asistían a la escuela más cercana.
Con el pasar de los días ya todo le empezaba a preocupar, pues ese irremediable dolor que le concernía no le dejaba seguir avante.
Un domingo de campo, donde antes íntegramente era libertad, felicidad y distensión; se había convertido en azotamiento, tristeza y preocupación; por tanto no lo pasaba afín como antes.
Con el pasar de los días esos simples dolores de cabeza aumentaban continuamente; Sebastián con el cuerpo paupérrimo, los ojos consternados; sentía que ya no pertenecía a este mundo.
Mientras descansaba en el crepúsculo del atardecer, las tinieblas amenazaban con cubrirlo todo, Sebastián no toleraba el dolor, sudaba incesantemente, sentía que a pocos se consumía su vigor.
María su mujer, a quien recordaba con una linda sonrisa, con unos ojos brillantes llenos de amor y dulzura, recordaba también cuando era un muchacho, como le había conocido, y había logrado conquistar su corazón de esta mujer y que con el tiempo su mujer fue adquiriendo preocupación por no saber qué es lo que le ocurría.
Sebastián fue al neurólogo a quien había visitado, luego de varios exámenes le dijo:
—Señor regrese de dos días, porque aquel incesante dolor que siente, puede ser a causa de varios factores.
Él deprimido regresa a su hogar, antes de ingresar a casa, intenta animarse y pensar que es lo que dirá para no preocupar más a su mujer que seguramente está esperando para preguntarle cómo le fue.
Y él responde:
—No nada, nada de qué preocuparnos, creo que solo tengo un resfriado.
María dudaba mucho porque, cuando él era un muchacho mostraba una alegría que nadie podía quitarle del rostro blanco y fino que tenía, pero no le insistió a que le anunciara lo que le estaba sucediendo.
Pasaron dos días, y Sebastián con la cabeza aturdida encaminó donde su doctor y en el transcurso del camino se imaginaba las peores cosas que le pudieran suceder pero aquel doctor le dijo:
—Señor usted tiene tumor cerebral maligno, pero podemos le daremos estas pastillas para que el tumor no siga aumentando.
Sebastián quedó muy alterado y perplejo.
—¿Y su familia sabe lo que el sucede? —dijo el doctor.
—¡No! —exclamó sin dudarlo.
—Entonces que espera usted para avisar a su familia, yo sé que está pasando por un momento doloroso pero se supone que una familia debe apoyarse en las buenas y en las malas. —respondió el doctor.
—Señor, mi familia, piensa que todo anda bien aunque mi esposa está sospechando lo que realmente me está pasando.
El doctor dijo:
—Tiene que informar a su familia, para que ellos le cuiden como usted a sí mismo.
Cuando estaba en su trabajo, sentía que se desvanecía, se le borraba lentamente la visión y de pronto, cayó en el suelo.
Cuando despertó se sentía sofocado, desesperado y sin entender lo que había sucedido.
Sebastián, cuando pasaba por las calles, observaba a familias felices, unidas, por lo que se echaba aún más a llorar y a deprimirse.
Cuando estaba por llegar a su casa, se limpiaba estas lágrimas que recorría por su pálido rostro, pera era irremediable; pensaba como avisar a su familia, y cuando llegó, su esposa le preguntó cómo le fue y respondió:
—¡Tengo un tumor cerebral! —dijo llorando.
Sebastián subía unas escaleras muy elevadizas y altas; y cuando llegó, observó un desierto; había unos toros muy bravíos que le atacaban y él se adargaba con sus manos, pero más en el fondo había un señor muy avezado, su rostro estaba bien marcado por las arrugas, con unas barbas bien mencionadas color blanco como la nieve; lo cual le decía:
—Ven hijo, pasa, tu puedes vencer a estos crédulos toros.
Y él todo osado venció a estos toros. Y cuando se acercó al señor le dijo:
—Hijo cuál es tu nombre.
—Soy Sebastián Fuentes Linares —respondió.
El señor, sacó de su alforja un libro bien grande, algo añejo, buscó su nombre y le dijo:
—Tú no estás aquí, regresa de dónde eres, aún no perteneces a este libro.
Cuando regresaba los toros intentaban atacarle, le hizo una herida muy profunda, pero aun así bajaba las escaleras con dolor.
Sebastián empapado de sudor despertó de ese sueño, quien a su lado se encontraba su mujer desvelada, a quien contó todo, y ella dijo:
—Esto es una señal; yo pienso, que el señor es Dios; los toros, son tus problemas y tu enfermedad; y como has bajado las escaleras estas de nuevo en vida porque estabas en el trazo de sucumbir; pero los toros te atacaron, posiblemente tendrás… otra enfermedad —dijo ella toda dudosa.
Sebastián, asustado; fue nuevamente donde su doctor, y le dijo:
—Sebastián, realmente el tumor no avanzó ni un milésimo tamaño.
Él le manifestó todo lo que había soñado, e interpretó lo mismo que había dicho su esposa.
Con el paso del tiempo Sebastián se quedó atónito, porque, por lo simple que se había soñado, había mostrado una gran mejora.
Sebastián, con el tiempo ya no fue tomando sus pastillas, se olvidaba continuamente, por lo que tampoco iba a su trabajo, pedía limosna, se juntaba con los señores de las calles, ya no iba a casa, uno, dos, tres días. María buscaba a su esposo, y le encontraba en las calles, tirado, sucio, con las barbas bien largas.
Pero ella no dudaba ni un solo segundo en llevarlo a su hogar y limpiarlo. Sus vecinos, dijeron que su esposo por mucha preocupación se había vuelto loco, pero ella no lo podía creer.
Sus vecinos le recomendaron que lo llevase a un manicomio, pero ella indudablemente, optó por la negativa.
Después de un tiempo, ella también se había dado cuenta que es lo que sucedía. Trajo a su casa unos hombres vestidos de blanco, pero él se rehusaba a dejarse llevar, lamentablemente María había traído a unos doctores, que lo llevaron al manicomio, Sebastián, lloraba, gritaba y decía:
—¡No, María yo estoy bien, porque, me haces esto!
María, junto con sus hijos lloraba desconsoladamente, y sus vecinos solo atenían a observar desde sus hogares.
Seudónimo: Wendy