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No podía dormir, el frío empezaba a calar mis huesos, y una oscura neblina se apoderaba del lugar en el que me encontraba. El dolor cada vez aumentaba. Pronto daría a luz por quinta vez. Sabía lo que sucedería después. Sentir los rayos del sol tocando su piel en una mañana, jugar y brincar como cualquier otro eran una incógnita. Las felicidades de mis hijos no dependían de mí. Y aunque, ya pase por esta situación muchas veces, me falta talento descriptivo en contar cómo me siento, es una situación que ya no soporto, preferiría estar muerta; ya estoy cansada de que pase esto, solo quisiera ser libre e irme al otro mundo con mis hijos y por fin vivir esa felicidad que me es arrebatada siempre, lamentablemente es un siempre.
Muchos dicen que la verdadera felicidad es aquella que es permanente; pero mi caso es muy diferente, mi felicidad no es falsa, mi felicidad es pura, es verdadera y sin embargo muy corta, porque siempre pasa lo mismo.
Recuerdo muy bien, todo empezó un 2 de noviembre, ya había acabado de hacer mis quehaceres matutinos, sabía bien que me explotaban, pero no me quedaba de otra. La situación era crítica. Muchas veces sentía que en algún momento podría morir de hambre. Solo a veces, con suerte, podía comer las sobras que mis dueños dejaban; y cuando la necesidad era grande me veía obligada a comer animales que encontraba por allí, trataba de no hacerlo mucho porque acababa muy mal, mi estómago y ellos.
Mis mañanas y tardes no eran muy agradables por eso siempre esperaba con ansias la noche, si bien no dormía sobre una cama, además de soportar el inmenso frío, pero valía la pena dormir bajo el cielo, al menos tenía la compañía de la luna, le contaba todo lo que mi corazón sentía, en mis ojos se reflejaba nuestra estrecha relación; solía verla mucho, y más, cuando era llena, preguntándome si algún día estaría tan llena como ella.
Transcurrían mis noches y días en la mera suerte de vivir, hasta que llego el día en el que mi corazón fue destruido, mi alma fue hecha polvo, el día en el que ya no todo sería igual.
Yo estaba como todas las noches contándole a la luna mis penas y tristezas, y de repente, sentí unos pasos, cada vez más cercanos. De pronto vi venir una sombra, hasta que logré identificarlo, era el “blanco”-así lo apodaban, no por lo blanco que se veía, sino por lo blanco que alguna vez fue-, no entendía porque estaba aquí, pues era muy de noche, luego solo sentí que alguien me golpeó por detrás.
Los rayos del sol me despertaron. Una brisa de aire logró por fin abrirme los ojos. Todo estaba bien, hasta que, al fijarme, vi manchas de sangre en mi entrepierna y al querer levantarme, sentí un dolor inmenso, algo me había pasado, algo en mí se había roto, sentía que algo me faltaba, me habían destruido.
No podía pararme, las lágrimas empezaron a mojar mis mejillas, cayendo sin parar, no existía consuelo alguno para que se detuvieran. Me habían violado. Ahora ¿qué iba a pasar conmigo? No sabía lo que pasaría.
Después de unas semanas mi vientre había crecido, fue una sensación nueva y rara. ¡Iba a ser capaz de traer vida al mundo!, desde ya estaba emocionada. Quería mucho a mis futuros hijos; me encargaba de encontrar alimento para que nazcan sanos y fuertes, hubiera sido bonito que todo fuera así. Pero mis patrones me empezaron a golpear, no les importaba que estuviera embarazada. Me miraban con rabia y desdén, como si me conocieran o quisieran vengarse de mí. Una vez que empezaban, no paraban. Los golpes aumentaban. Me maldecían a mí y a mis hijos; serían cuatro, así lo sentía, sí, cuatro.
Soporte mucho, hasta que el día llegó, el día en el que vendrían al mundo. Viví los más bello que alguien podría sentir. ¡seria madre! Los dolores del parto llegaron y con fuerza, gritaba y me autoconsolaba. Nadie estaba cerca. Era yo y mi parto. Fue un momento mágico, tanta felicidad inundaba mi soledad.
Tenía lo más preciado, mis hijos.
En esa escena romántica, mi patrona vino amarga hasta mi pocilga y dijo algo, que no recuerdo, pero si recuerdo su expresión, una des asco y repulsión.
Me dio un golpe y se llevó a mis hijos. Traté de pararme. Yo luché, no permitiría que se los llevara. Ella se llevaba mi corazón, que había sido destruido, y reconstruido por mis hijos. Ella lo volvía a romper. No podía caminar, entonces me arrastré; empecé a desangrarme y cuando por fin logré saltar el muro que me separaba de la casa -algo que nunca hice-, no encontré a nadie, ni nada. Entonces seguí hacia adelante, buscando.
Yo me sangraba y dejaba rastros, con escalofríos. Ya era de madrugada y desconocía ese terreno baldío. Hasta entonces no perdía la esperanza de hallarlos mientras descansaba en un pozo viejo para mantener mi poca firmeza; hasta que las fuerzas me abandonaron. Me quedé sentada por un momento, asintiendo de frio y me fijé en ese pozo abandonado como yo, lo miré y susurré mi historia -porque no estaba la luna-, hice un gran esfuerzo para pararme, en ese vaivén de reflejos nocturnos, pude distinguir que estaba lleno de agua. Me veía en él; pero vi algo más. El tiempo se detuvo, el oxígeno no circulaba en mi cuerpo, no había corrientes de aire, no sentía dolor, ni escalofríos. Fueron 5 segundos; los más largos y fulminantes de mi vida. ¡No podía ser cierto!, ¿sería alguien capaz de haber hecho algo así?, ¿qué clase de corazón tenían?, ellos no eran personas ¡eran monstruos! No lo entendía, ni comprendía. Pero esto era mi culpa, yo debí haberme parado como sea, y hacer lo imposible posible.
Mi corazón reconstruido había sido destruido; sentí que algo me había atravesado, fue tan desgarrador. Era algo terrorífico. Vivía con los seres más crueles del mundo.
Mis hijos yacían en ese pozo, mojados y plomos como yo. Mis lágrimas se mezclaban con el agua que los abrazaba, de inmediato los saque, di un grito desesperado, no pare de abrasarlo y tocarlos. Pero ya no estaban aquí, ellos nunca más lo estarían. Sentí tanta rabia, impotencia de no haber podido hacer algo, ¿Por qué los humanos creen tener el poder de nuestras vidas? ¿Es acaso que no saben que también sentimos, también amamos y queremos?
Al parecer ellos no sienten, no aman. La impotencia me embarga.
El no poder hablar, y demostrarles mi dolor, solo por eso los envidio; eso es lo único, pues prefiero tener mil veces corazón de animal, que de “humano”. Ellos no sienten, son indiferentes, no tienen corazón.
A pesar de ser solo una gata de color plomo, una gata que paso por sus vidas, como muchas otras. Una gata que tal vez no recuerden nunca, a la que utilizaron para desquitarse y demostrar su poderío humano, con la cual creyeron que tenían el derecho de matar a sus hijos, cuantas veces quisieran, a la que, en su último día de vida, estando enferma y con vidas dentro de ella, solo dejaron abandonada.
Y así fue como transcurrieron mis 6 años, desde aquel 2 de noviembre, hasta hoy, con mi quinto y último parto. Otra vez en la miseria, sin fuerzas y sin varios días sin comer, sentí que desfallecería de verdad, que ya no soportaría. Esta vez solo logré dar a luz a uno de mis pequeños, era mi pequeña. Me arrastré cerca de mi hija, tratando de darle mi calor, aquel que sentía que no se lo podría ofrecer. Logré ver por fin el amanecer, era tan hermoso. Sin embargo, presenciaría el final de mis días. Solo tenía la esperanza que este no fuera el último amanecer para mi hija, que ella lograría ver muchos más. Un amanecer de esperanza y que todo podría ser mejor.
Unos cuantos rayos anaranjados empezaron a acariciar mi rostro y el pequeño cuerpo de mi hijita ensangrentado.
Ya iba a pasar.
Mis ojos verdes pronto se cerrarían para siempre, pero yo no quería hacerlo, no sin antes ver el pequeño rostro de mi hijita, con el mismo color de pelaje plomo. Estoy muy segura que, con el mismo corazón, uno auténtico. Ese corazón que perdonaba a sus dueños y buscaba sus caricias que, a pesar de haber sido maltratado, todavía podía dar cariño y un sentimiento puro, porque es así como era mi corazón, auténtico. Mi corazón era plomo.
Muchos dicen que la verdadera felicidad es aquella que es permanente; pero mi caso es muy diferente, mi felicidad no es falsa, mi felicidad es pura, es verdadera y sin embargo muy corta, porque siempre pasa lo mismo.
Recuerdo muy bien, todo empezó un 2 de noviembre, ya había acabado de hacer mis quehaceres matutinos, sabía bien que me explotaban, pero no me quedaba de otra. La situación era crítica. Muchas veces sentía que en algún momento podría morir de hambre. Solo a veces, con suerte, podía comer las sobras que mis dueños dejaban; y cuando la necesidad era grande me veía obligada a comer animales que encontraba por allí, trataba de no hacerlo mucho porque acababa muy mal, mi estómago y ellos.
Mis mañanas y tardes no eran muy agradables por eso siempre esperaba con ansias la noche, si bien no dormía sobre una cama, además de soportar el inmenso frío, pero valía la pena dormir bajo el cielo, al menos tenía la compañía de la luna, le contaba todo lo que mi corazón sentía, en mis ojos se reflejaba nuestra estrecha relación; solía verla mucho, y más, cuando era llena, preguntándome si algún día estaría tan llena como ella.
Transcurrían mis noches y días en la mera suerte de vivir, hasta que llego el día en el que mi corazón fue destruido, mi alma fue hecha polvo, el día en el que ya no todo sería igual.
Yo estaba como todas las noches contándole a la luna mis penas y tristezas, y de repente, sentí unos pasos, cada vez más cercanos. De pronto vi venir una sombra, hasta que logré identificarlo, era el “blanco”-así lo apodaban, no por lo blanco que se veía, sino por lo blanco que alguna vez fue-, no entendía porque estaba aquí, pues era muy de noche, luego solo sentí que alguien me golpeó por detrás.
Los rayos del sol me despertaron. Una brisa de aire logró por fin abrirme los ojos. Todo estaba bien, hasta que, al fijarme, vi manchas de sangre en mi entrepierna y al querer levantarme, sentí un dolor inmenso, algo me había pasado, algo en mí se había roto, sentía que algo me faltaba, me habían destruido.
No podía pararme, las lágrimas empezaron a mojar mis mejillas, cayendo sin parar, no existía consuelo alguno para que se detuvieran. Me habían violado. Ahora ¿qué iba a pasar conmigo? No sabía lo que pasaría.
Después de unas semanas mi vientre había crecido, fue una sensación nueva y rara. ¡Iba a ser capaz de traer vida al mundo!, desde ya estaba emocionada. Quería mucho a mis futuros hijos; me encargaba de encontrar alimento para que nazcan sanos y fuertes, hubiera sido bonito que todo fuera así. Pero mis patrones me empezaron a golpear, no les importaba que estuviera embarazada. Me miraban con rabia y desdén, como si me conocieran o quisieran vengarse de mí. Una vez que empezaban, no paraban. Los golpes aumentaban. Me maldecían a mí y a mis hijos; serían cuatro, así lo sentía, sí, cuatro.
Soporte mucho, hasta que el día llegó, el día en el que vendrían al mundo. Viví los más bello que alguien podría sentir. ¡seria madre! Los dolores del parto llegaron y con fuerza, gritaba y me autoconsolaba. Nadie estaba cerca. Era yo y mi parto. Fue un momento mágico, tanta felicidad inundaba mi soledad.
Tenía lo más preciado, mis hijos.
En esa escena romántica, mi patrona vino amarga hasta mi pocilga y dijo algo, que no recuerdo, pero si recuerdo su expresión, una des asco y repulsión.
Me dio un golpe y se llevó a mis hijos. Traté de pararme. Yo luché, no permitiría que se los llevara. Ella se llevaba mi corazón, que había sido destruido, y reconstruido por mis hijos. Ella lo volvía a romper. No podía caminar, entonces me arrastré; empecé a desangrarme y cuando por fin logré saltar el muro que me separaba de la casa -algo que nunca hice-, no encontré a nadie, ni nada. Entonces seguí hacia adelante, buscando.
Yo me sangraba y dejaba rastros, con escalofríos. Ya era de madrugada y desconocía ese terreno baldío. Hasta entonces no perdía la esperanza de hallarlos mientras descansaba en un pozo viejo para mantener mi poca firmeza; hasta que las fuerzas me abandonaron. Me quedé sentada por un momento, asintiendo de frio y me fijé en ese pozo abandonado como yo, lo miré y susurré mi historia -porque no estaba la luna-, hice un gran esfuerzo para pararme, en ese vaivén de reflejos nocturnos, pude distinguir que estaba lleno de agua. Me veía en él; pero vi algo más. El tiempo se detuvo, el oxígeno no circulaba en mi cuerpo, no había corrientes de aire, no sentía dolor, ni escalofríos. Fueron 5 segundos; los más largos y fulminantes de mi vida. ¡No podía ser cierto!, ¿sería alguien capaz de haber hecho algo así?, ¿qué clase de corazón tenían?, ellos no eran personas ¡eran monstruos! No lo entendía, ni comprendía. Pero esto era mi culpa, yo debí haberme parado como sea, y hacer lo imposible posible.
Mi corazón reconstruido había sido destruido; sentí que algo me había atravesado, fue tan desgarrador. Era algo terrorífico. Vivía con los seres más crueles del mundo.
Mis hijos yacían en ese pozo, mojados y plomos como yo. Mis lágrimas se mezclaban con el agua que los abrazaba, de inmediato los saque, di un grito desesperado, no pare de abrasarlo y tocarlos. Pero ya no estaban aquí, ellos nunca más lo estarían. Sentí tanta rabia, impotencia de no haber podido hacer algo, ¿Por qué los humanos creen tener el poder de nuestras vidas? ¿Es acaso que no saben que también sentimos, también amamos y queremos?
Al parecer ellos no sienten, no aman. La impotencia me embarga.
El no poder hablar, y demostrarles mi dolor, solo por eso los envidio; eso es lo único, pues prefiero tener mil veces corazón de animal, que de “humano”. Ellos no sienten, son indiferentes, no tienen corazón.
A pesar de ser solo una gata de color plomo, una gata que paso por sus vidas, como muchas otras. Una gata que tal vez no recuerden nunca, a la que utilizaron para desquitarse y demostrar su poderío humano, con la cual creyeron que tenían el derecho de matar a sus hijos, cuantas veces quisieran, a la que, en su último día de vida, estando enferma y con vidas dentro de ella, solo dejaron abandonada.
Y así fue como transcurrieron mis 6 años, desde aquel 2 de noviembre, hasta hoy, con mi quinto y último parto. Otra vez en la miseria, sin fuerzas y sin varios días sin comer, sentí que desfallecería de verdad, que ya no soportaría. Esta vez solo logré dar a luz a uno de mis pequeños, era mi pequeña. Me arrastré cerca de mi hija, tratando de darle mi calor, aquel que sentía que no se lo podría ofrecer. Logré ver por fin el amanecer, era tan hermoso. Sin embargo, presenciaría el final de mis días. Solo tenía la esperanza que este no fuera el último amanecer para mi hija, que ella lograría ver muchos más. Un amanecer de esperanza y que todo podría ser mejor.
Unos cuantos rayos anaranjados empezaron a acariciar mi rostro y el pequeño cuerpo de mi hijita ensangrentado.
Ya iba a pasar.
Mis ojos verdes pronto se cerrarían para siempre, pero yo no quería hacerlo, no sin antes ver el pequeño rostro de mi hijita, con el mismo color de pelaje plomo. Estoy muy segura que, con el mismo corazón, uno auténtico. Ese corazón que perdonaba a sus dueños y buscaba sus caricias que, a pesar de haber sido maltratado, todavía podía dar cariño y un sentimiento puro, porque es así como era mi corazón, auténtico. Mi corazón era plomo.
Seudónimo: Grecc