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Una vez más se reproduce el superfluo y desesperante alarido del despertador, retumbando en la conciencia de ella y sometiendo a vibración al velador, Elena despidió torpemente sus viejas sábanas, y levantándose de la cama, se dirigió al baño con unos pasos tan cansados que parecían hechos al azar. No era más que un ordinario lunes, las nubes enseñoreaban el cielo en aquel caliginoso momento, el sol, eximido de su majestad, buscaba pequeños espacios para mostrar su orgullo, siendo penosamente ocultado por las cumbres de las montañas.
Elena abandonó su morada tan pronto como estuviese lista. Como era de esperarse, una llovizna descendió tan precipitada como pertinente para el panorama templado de una fría ciudad. El petricor se elevaba al olfato de los gélidos espectadores, que se cubrían desinteresadamente para llegar a sus destinos sin mayor dilema. A nuestro personaje no parecía importarle, no hacía más que llevarse la mano a la frente, avanzando casi errante. Se detuvo un momento a observar un bello cerezo de tonos rosados, cuyas hojas caían cual si se tratase de un santuario vistoso en un ambiente triste y longevo. No tardó demasiado en precipitarse ante aquella imagen, cuando cayó una hoja del árbol en su palma casualmente extendida, casi parecía que la penetraba con gran velocidad, esta adentró en su mano y sin dejar tan si quiera rastro de su sublime olor. En segundos, el cerezo se secó tan bruscamente que parecía un papiro en llamas, y no quedo de él más que un tocón muerto.
No hizo mucho más, solo observaba pensativa, llevándose las manos a los bolsillos, continuó por el sendero sin mayor reparo y con la visión en su mente, dando está tantas vueltas que casi parecía tratarse de un sueño tétrico y poco ajeno a la realidad. Era tal su paciencia que sentía que los pasos se le agigantaban, tratando así de reducirlos y dando cómicos saltitos sin pisar las divisiones entre los perennes recuadros del camino.
No pasó mucho tiempo cuando la vista de Elena se tornó únicamente de tonos grises, de inmediato todo perdía su color, siendo reemplazado por tristes rayos plateados: sin brillo, sin luz, sin vida. La muchacha no sabía qué hacer, miraba desesperada hacia todos lados, frotando constantemente ambos ojos, mientras los pigmentos escapaban de su presencia. No tenía más opciones, con lágrimas de impotencia buscó en donde recargarse, y sentada en una vetusta banca que daba hacia un camino de ajados pisos de piedra, recogió las piernas del suelo y apoyó su cabeza en ambas rodillas.
—Es un sueño, solo es un sueño —susurraba ella, tratando de aceptar la inesperada situación.
Revisando sus manos de repente, inhaló como si se tratase de un susto al percatarse de una grabación en tinta negra en la palma de su mano derecha. Se trataba de un pétalo de cerezo, una bella marca que parecía inofensiva, Elena quedó fascinada; y caminó la mujer hasta llegar a un pequeño puesto de prendas de vestir, en donde adquirió unos guantes de cuero con un grabado a base de tallos rizados y diminutas hojas. Siendo algo tarde, se apresuró en llegar a la universidad.
Han pasado varias horas; el sol deja en su ausencia de la plenitud del cielo, un arrebol de bermejos tintes e intensos colores otoñales. Las tristes cumbres de los montes sollozaban al son de un frígido y recio viento, que envolvía la ciudad en una escena de soledad y melancolía. Elena caminaba a casa mientras sostenía un libro en frente suyo, desapercibida del sendero; sus pies se movían ciegamente y avezados al monótono camino que llevaba a su morada. Una ligera pero constante sensación de debilidad la aquejaba.
—He estudiado mucho —pensó; en seguida le restó importancia.
Proseguía serena pese a no haber olvidado aquella marca en su piel, entonces desprendió ligeramente el guante de su mano… ¡vaya sorpresa! ahora el estigma tenía la apariencia de un pétalo marchito. La preocupación crecía gradualmente, los pensamientos se agolpaban y expandían. Elena comenzaba a desesperarse; se alteró caminando rápidamente y con la vista centrada en las manos, esperando llegar pronto a casa. De pronto tropezó con Adam, quien logrando sostenerla de la mano, la levantó.
Adam era un apuesto muchacho, su rostro jugaba armónicamente con su pelo; centrado y tranquilo, vestía una camisa a cuadros y unos pantalones ceñidos a la medida. Él estaba perdidamente enamorado de Elena, esperaba poder conquistarla de cualquier modo, pero no se había acercado mucho a ella. Fue en ese momento en donde tuvieron su primer contacto, uno tan poco distante, los cinco segundos más eternos que se hayan visto. Se dieron un saludo rápido, ella se apresuró en continuar su camino.
Las calles se oscurecían a medida que la historia avanzaba, un travieso aire rozaba las hojas de los árboles, besando por momentos las mejillas de Elena y mientras esta se aproximaba a su residencia. El misterioso cansancio había desaparecido, la pinta de su palma había vuelto a la normalidad. La dama del cerezo cruzó la puerta, dejó su bolso en un rincón; y despojándose del calzado acogió su típica rutina el resto de aquel día.
Elena permaneció en ese afán durante un par de meses, el contacto con Adam se hacía cada vez más frecuente, ya habían comenzado a salir juntos. Era aquel tiempo el más hermoso para ambos, colmado de experiencias, historias largas, historias cortas y un sinfín de pasión atrayente y apetitosa al corazón.
Solo era cuestión de tiempo para que ocurriese… era otra tarde ejemplar, pintada con el panorama característico de una velada de romance sosegado. Las hojas caían de sus ramas sin ser interrumpidas, dejándose llevar por el sendero… y cayendo despreocupadas a tierra, su fin, su término.
Elena y Adam pasaban por ahí, sostenidos de la mano, daban dudosos y lentos pasos, sin algún rumbo en especial. Con las cabezas hacia lados contrarios, no pronunciaban una sola palabra. Esto fue así hasta llegar a una vieja fuente, decorada con flores de todo tipo, Adam se detuvo, y con su mano presionó suavemente la de ella, induciéndola a dar la vuelta. Entonces se hizo un silencio mondo… únicamente acompañado con el susurro del viento, el brillar del majestuoso sol, y de la vivencia de ellos.
—Han sido los meses más felices de mi vida… amada Elena —anunció él al son del callar de todo— Si ser feliz pudiera resumirse en una palabra, yo diría que es tu nombre… deseo pasar mis días a tu lado, hasta el último de ellos demostrarte que a pesar de que termine de hablar, mis palabras se unirán al viento otoñal, sonarán en tus oídos cada vez que las corrientes te visiten… Elena, ¿deseas casarte conmigo?
Se hizo silencio una vez más, solo se miraron a los ojos, y al mirarse gritaban de amor en total afonía.
—Querido Adam… deseo que el viento me recuerde todos los días, al rozar mis oídos, que alguna vez prometiste amarme, deseo que me diga cuánto amor recibí de ti. ¡Deseo casarme contigo!
Nuevamente la calma reinaba al pie de aquella fuente… Adam se levantó, acercó el rostro mientras dirigía los labios de Elena hacia los suyos. He aquí el roce más apasionado de la tarde.
A penas hubo terminado el beso, las cosas dieron un giro inesperado. Él cayó al suelo, sin vida, ya no era más. Elena inclinó la cabeza y salió del lugar silenciosamente.
Llegó entonces al lugar en donde había encontrado el cerezo, y se dio con la sorpresa, el árbol había resurgido, era el mismo de antes. La dama tocó el tronco del árbol, de pronto la marca de su mano desapareció por completo, y se grabó en el árbol la palabra “ADAM”.
La chica corrió a casa tan rápido como pudo, no le importó lo lejos que estaba de ahí. Habrían pasado al menos tres horas, la puerta cedió al empujarla, Elena subió a su habitación, tomó un viejo cinturón de su padre, se lo ajustó al cuello y… aquí culmina una trágica historia, acerca de algo que en cierta ocasión fue un todo, pero a la vez, no fue nada.
Elena abandonó su morada tan pronto como estuviese lista. Como era de esperarse, una llovizna descendió tan precipitada como pertinente para el panorama templado de una fría ciudad. El petricor se elevaba al olfato de los gélidos espectadores, que se cubrían desinteresadamente para llegar a sus destinos sin mayor dilema. A nuestro personaje no parecía importarle, no hacía más que llevarse la mano a la frente, avanzando casi errante. Se detuvo un momento a observar un bello cerezo de tonos rosados, cuyas hojas caían cual si se tratase de un santuario vistoso en un ambiente triste y longevo. No tardó demasiado en precipitarse ante aquella imagen, cuando cayó una hoja del árbol en su palma casualmente extendida, casi parecía que la penetraba con gran velocidad, esta adentró en su mano y sin dejar tan si quiera rastro de su sublime olor. En segundos, el cerezo se secó tan bruscamente que parecía un papiro en llamas, y no quedo de él más que un tocón muerto.
No hizo mucho más, solo observaba pensativa, llevándose las manos a los bolsillos, continuó por el sendero sin mayor reparo y con la visión en su mente, dando está tantas vueltas que casi parecía tratarse de un sueño tétrico y poco ajeno a la realidad. Era tal su paciencia que sentía que los pasos se le agigantaban, tratando así de reducirlos y dando cómicos saltitos sin pisar las divisiones entre los perennes recuadros del camino.
No pasó mucho tiempo cuando la vista de Elena se tornó únicamente de tonos grises, de inmediato todo perdía su color, siendo reemplazado por tristes rayos plateados: sin brillo, sin luz, sin vida. La muchacha no sabía qué hacer, miraba desesperada hacia todos lados, frotando constantemente ambos ojos, mientras los pigmentos escapaban de su presencia. No tenía más opciones, con lágrimas de impotencia buscó en donde recargarse, y sentada en una vetusta banca que daba hacia un camino de ajados pisos de piedra, recogió las piernas del suelo y apoyó su cabeza en ambas rodillas.
—Es un sueño, solo es un sueño —susurraba ella, tratando de aceptar la inesperada situación.
Revisando sus manos de repente, inhaló como si se tratase de un susto al percatarse de una grabación en tinta negra en la palma de su mano derecha. Se trataba de un pétalo de cerezo, una bella marca que parecía inofensiva, Elena quedó fascinada; y caminó la mujer hasta llegar a un pequeño puesto de prendas de vestir, en donde adquirió unos guantes de cuero con un grabado a base de tallos rizados y diminutas hojas. Siendo algo tarde, se apresuró en llegar a la universidad.
Han pasado varias horas; el sol deja en su ausencia de la plenitud del cielo, un arrebol de bermejos tintes e intensos colores otoñales. Las tristes cumbres de los montes sollozaban al son de un frígido y recio viento, que envolvía la ciudad en una escena de soledad y melancolía. Elena caminaba a casa mientras sostenía un libro en frente suyo, desapercibida del sendero; sus pies se movían ciegamente y avezados al monótono camino que llevaba a su morada. Una ligera pero constante sensación de debilidad la aquejaba.
—He estudiado mucho —pensó; en seguida le restó importancia.
Proseguía serena pese a no haber olvidado aquella marca en su piel, entonces desprendió ligeramente el guante de su mano… ¡vaya sorpresa! ahora el estigma tenía la apariencia de un pétalo marchito. La preocupación crecía gradualmente, los pensamientos se agolpaban y expandían. Elena comenzaba a desesperarse; se alteró caminando rápidamente y con la vista centrada en las manos, esperando llegar pronto a casa. De pronto tropezó con Adam, quien logrando sostenerla de la mano, la levantó.
Adam era un apuesto muchacho, su rostro jugaba armónicamente con su pelo; centrado y tranquilo, vestía una camisa a cuadros y unos pantalones ceñidos a la medida. Él estaba perdidamente enamorado de Elena, esperaba poder conquistarla de cualquier modo, pero no se había acercado mucho a ella. Fue en ese momento en donde tuvieron su primer contacto, uno tan poco distante, los cinco segundos más eternos que se hayan visto. Se dieron un saludo rápido, ella se apresuró en continuar su camino.
Las calles se oscurecían a medida que la historia avanzaba, un travieso aire rozaba las hojas de los árboles, besando por momentos las mejillas de Elena y mientras esta se aproximaba a su residencia. El misterioso cansancio había desaparecido, la pinta de su palma había vuelto a la normalidad. La dama del cerezo cruzó la puerta, dejó su bolso en un rincón; y despojándose del calzado acogió su típica rutina el resto de aquel día.
Elena permaneció en ese afán durante un par de meses, el contacto con Adam se hacía cada vez más frecuente, ya habían comenzado a salir juntos. Era aquel tiempo el más hermoso para ambos, colmado de experiencias, historias largas, historias cortas y un sinfín de pasión atrayente y apetitosa al corazón.
Solo era cuestión de tiempo para que ocurriese… era otra tarde ejemplar, pintada con el panorama característico de una velada de romance sosegado. Las hojas caían de sus ramas sin ser interrumpidas, dejándose llevar por el sendero… y cayendo despreocupadas a tierra, su fin, su término.
Elena y Adam pasaban por ahí, sostenidos de la mano, daban dudosos y lentos pasos, sin algún rumbo en especial. Con las cabezas hacia lados contrarios, no pronunciaban una sola palabra. Esto fue así hasta llegar a una vieja fuente, decorada con flores de todo tipo, Adam se detuvo, y con su mano presionó suavemente la de ella, induciéndola a dar la vuelta. Entonces se hizo un silencio mondo… únicamente acompañado con el susurro del viento, el brillar del majestuoso sol, y de la vivencia de ellos.
—Han sido los meses más felices de mi vida… amada Elena —anunció él al son del callar de todo— Si ser feliz pudiera resumirse en una palabra, yo diría que es tu nombre… deseo pasar mis días a tu lado, hasta el último de ellos demostrarte que a pesar de que termine de hablar, mis palabras se unirán al viento otoñal, sonarán en tus oídos cada vez que las corrientes te visiten… Elena, ¿deseas casarte conmigo?
Se hizo silencio una vez más, solo se miraron a los ojos, y al mirarse gritaban de amor en total afonía.
—Querido Adam… deseo que el viento me recuerde todos los días, al rozar mis oídos, que alguna vez prometiste amarme, deseo que me diga cuánto amor recibí de ti. ¡Deseo casarme contigo!
Nuevamente la calma reinaba al pie de aquella fuente… Adam se levantó, acercó el rostro mientras dirigía los labios de Elena hacia los suyos. He aquí el roce más apasionado de la tarde.
A penas hubo terminado el beso, las cosas dieron un giro inesperado. Él cayó al suelo, sin vida, ya no era más. Elena inclinó la cabeza y salió del lugar silenciosamente.
Llegó entonces al lugar en donde había encontrado el cerezo, y se dio con la sorpresa, el árbol había resurgido, era el mismo de antes. La dama tocó el tronco del árbol, de pronto la marca de su mano desapareció por completo, y se grabó en el árbol la palabra “ADAM”.
La chica corrió a casa tan rápido como pudo, no le importó lo lejos que estaba de ahí. Habrían pasado al menos tres horas, la puerta cedió al empujarla, Elena subió a su habitación, tomó un viejo cinturón de su padre, se lo ajustó al cuello y… aquí culmina una trágica historia, acerca de algo que en cierta ocasión fue un todo, pero a la vez, no fue nada.
Seudónimo: George VC