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Estaba tan deprimido y con frío, el hecho de estar esperando el regreso de mi papá, me quitaba el apetito.
Traía puestas una camiseta negra, encima un abrigo rojo que me llegaba hasta la cintura, unos jean oscuros y unas zapatillas blancas; un gorro de lana recaía sobre mis cabellos oscuros y sobre mis pequeñas y heladas orejas, empecé a pensar que tomaría tiempo esperar a papá, esta sería una noche muy larga.
A medida que el tiempo pasaba, los dedos de mis manos, se empezaban a congelar, ya casi no podía moverlos, ya casi no podía pensar…
El viento soplaba muy fuerte, así que decidí sentarme sobre la fría vereda, esta se sentía más silenciosa de lo normal, pues las calles ya no exhibían los pasos de los peatones de la avenida Roosevelt, al caminar, muy apurados, a sus trabajos de medio y tiempo completo.
A mitad de la avenida, se encontraba una gran capilla de color miel, esta tenía unas ventanas con santos dibujados y un precioso techo de cristal para ver las estrellas, fruto de la obra de dios. También había un gran reloj de plata en la parte más alta de la capilla, donde se escuchaba una campanada cada vez que se marcaba las doce del día, o de la media noche; alcé la mirada a esta preciosidad y pude notar que pronto serían las doce de la media noche, papá no volvía y el cementerio donde descansa mamá, cerraría pronto sus puertas de madera tallada, vaya que lástima.
A medida que los minutos pasaban, un auto negro de gran tamaño se estacionó en la esquina de aquella calle. El carro disponía de unas llantas enormes, los vidrios polarizados y unas flores envueltas en hojas grandes y verdes, que emanaban un olor poco familiar; pero poco frecuente de percibir.
Pude fijarme en que el auto tenía una caja marrón en la parte final, al principio parecía ser un chocolate gigante, pero con el paso de los minutos, me fijé en que era un cajón donde las personas mayores, dormían.
No pasaron ni cinco minutos cuando mis dudas se desvanecieron, unos hombres de traje elegante negro, bajaron del auto. Uno de ellos traía lentes oscuros, el pelo con gel y zapatos negros de charol; el otro traía puesto el mismo traje oscuro como la noche, el cabello corto y mal peinado, y unos zapatos marrones. Ellos se dirigieron a la parte de atrás de aquel coche, abrieron las puertas de un solo tirón y empezaron a jalar de aquel cajón enorme.
Al momento de abrir las puertas, una de ellas soltó un chirrido muy irritante ante cualquier oído pero a ellos, pareció no importarles; unos segundos más tarde, empecé a reconocer otro aroma, pero esta vez más familiar que nunca… ¡El perfume de papá! El olor que provenía de aquel cajón, era el perfume de papá, no podía pensar qué pasaba, esos hombres, tenían a mi padre y era más seguro, que no me lo devolverían.
Los hombres, al bajar el cajón, caminaron hacia donde me encontraba, me miraron por unos segundos, e ingresaron a la capilla.
La capilla casi siempre andaba abierta y disponible a estas horas, puesto que al padre no le molestaba que algunos vagabundos se vengan a pasar la noche aquí, espero que no le moleste que un cajón medio misterioso también descanse aquí.
Me levanté de un susto, al mirarme, pude fijarme en que el que no disponía de lentes, causó un gran escalofrío en mí con sólo pestañear.
Mis piernas temblaban de miedo, fue entonces cuando decidí seguir a los hombres hasta la capilla.
Cuando llegaron allá, había un lecho inmenso de rosas y muchas hierbas de diversos olores y colores, aunque algunas opacaban el lugar un poco. Los hombres bajaron el cajón allí, se acercaron y abrieron una pequeña puerta encima de la caja, y caminaron hacia donde me encontraba susurrando — lo sentimos —, poco después, de dirigieron al pórtico de la capilla.
Cuando llegué a menos de cinco metros, lo miré. Él lucía la ropa con la que se había ido, todo elegante y bien parecido al rey de un cuento de hadas; pero eso no era lo que me ponía triste, él dijo que volvería. Dijo que no me dejaría, pero sólo mintió como lo hacen todos los mayores.
En el cajón, pude fijarme aún con los ojos cristalizados, que tenía el rostro pálido, los párpados cerrados y una fría sonrisa marcada en su cara. La barba la tenía un poco crecida, el cabello despeinado y sus rizos, aún recaían sobre su frente.
Caí de rodillas sobre la cerámica del suelo, no sabía qué hacía mi papá ahí dentro, no sabía qué hacía yo mirándole sin hacer nada, lo único que pude hacer, fue traer a mi mente un vivo recuerdo con mi padre; cuando él me dijo, que si veía a una persona dentro de una de esas cajas, esa persona, ya no despertaría jamás.
No podía creer que él ya no despertaría… Necesitaba tenerlo a mi lado, no podían arrebatármelo así de la nada. Esto era injusto. No podría soportar su ausencia, la ausencia de su aroma a rosas, la ausencia de su mirar.
Con las manos heladas, quise tocarle las mejillas. Papá solía tenerlas muy granes y decía que cualquier no las tenía así, siempre tuve envidia de sus hermosas mejillas, todas llenas de amor y de ternura, cuando me levantaba en brazos y me decía que ya era hora de darle amor, mientras le besaba ambas mejillas.
Cerré fuerte los párpados, y cuando los abrí, una lágrima exploró mis mejillas. Lástima que no eran como las de papá, hubiera sido hermoso tener algo de él.
Unas pisadas se hicieron presentes en la capilla, fue entonces cuando giré y logré ver a mi tío, junto a su esposa.
—¿Qué has hecho? —me gritó.
Pero lo que él no sabía, era que yo solo era otra víctima del dolor causado por la ausencia de mi padre.
Él se acercó mirando a su hermano postrado en aquella caja. Su esposa, por otra parte, me tomó en brazos susurrándome al oído “No estás sólo mi amor…”
Me solté de sus brazos y me acerqué ante mi padre. Miré a mi tío y le grité que se vaya, que nunca le había importado la vida de mi padre, y mucho menos, le había importado mi vida antes. ¿Por qué le importaría ahora?
Le grité tan fuerte que la capilla quedó inundada con el eco de mi voz, entonces, él, miró a su mujer, la tomó de la mano y se dio media vuelta alejándose hasta el jardín nocturno.
Estando sólo con mi padre, miré mis manos, aún las sentía heladas, pero no tanto como mi ser; fue entonces cuando cambió algo en mí, necesitaba tocar la piel de papá, la única que me acogió cuando mamá también se fue a dormir.
Forme puños con las manos, miré a papá, y empecé a golpear la ventanilla de cristal que nos separaba al uno del otro; al principio no se rompió, ni una grieta siquiera, pero con el pasar de los golpes, empezó a rechinar.
La primera grieta se hizo notar, hasta que se rompió.
Dentro cayeron los cristales rotos, dentro papá seguía tan intacto como al principio, así que introduje la mano derecha y la pasé despacio sobre los rizos de papá, su frente se sentía muy fría, más que mi propia mano. Me levanté muy despacio jalando la gran tapa de fina madera que cubría el cajón, así liberaría a mi padre y quizá podamos huir juntos.
Cuando la retiré, terminé muy cansado, así que no tuve problema con caer sobre el suelo golpeándome nuevamente las rodillas.
En la parte de los bolsillos, papá aún traía el frasco de pastillas que tomaba cuando le dolía el pecho; pero… ¿Cómo podía seguir ahí? Cada que alguien muere, les cambian la ropa, pero a papá no… Supongo que respetaron la idea de que no le gustaba que lo toquen sin permiso, al igual que sus cosas. El frasco no era muy grande, era mediano y no tenía todas las pastillas que suelen venir, pero al agitarlo, sonaba realmente como una maraca en el verano de Brasil. Lo mantuve en mi mano, dándole una ojeada más, entonces, apretándolo con una fuerza llena de rencor, decidí abrirlo.
Me metí dentro de la caja, sonaba un poco loco, pero lo hice; a mis diez años de edad sólo se podía pensar en carritos y canicas, pero yo pensaba en acostarme al lado de mi padre, por última vez.
La caja estaba forrada de satín blanco con partes carmesí y unas rosas de tela pegadas a esta; la caja, estaba algo estrecha y parecía que quien durmiera ahí dentro, no soñaría con miles de arcoíris y bellos unicornios; si no parecía que quien estará ahí dentro, sólo pensaría en tristeza y dolor.
Me acomodé dentro de esta, alcé los brazos inmóviles de mi padre y empecé a fantasear con sus cálidos abrazos.
Cuando me acurruqué entre sus brazos, apoyé mi cabeza sobre su pecho y empecé a contar las estrellas en el techo de cristal, una a una las miraba tan distantes de mí, así como mi padre se encontraba ahora, lejos de mí. Dicen que si le susurras algo a una estrella, se vuelve realidad, entonces empecé. Papá, vuelve. Papá, despierta. Papá, regresa.
Sentí rabia y me senté mirando a la luna, entonces le grité:
—¡Regrésame a mi padre! —nada ocurrió.
Agaché la cabeza, las lágrimas aumentaban con cada pestañada que daba, miré mi mano, miré el frasco y lo abrí.
Arrojé la tapa a un costado y saqué todas las pastillas que este contenía, giré a ver a papá y las arrojé dentro de mi boca, estaban muy agrias, entonces, me las tragué.
Después de unos minutos, empecé a sentir sueño, un sueño profundo al cual no me podía resistir; entonces, caí sobre papá. Los párpados me pesaban mucho, los labios los sentía secos, la visión se me nublaba y poco a poco perdía el conocimiento.
—No te vayas papá, que si tú te vas, yo iré detrás de ti…
Papá nunca más regresó, y el sonido del reloj marcando la media noche, fue lo último que escuché.
Traía puestas una camiseta negra, encima un abrigo rojo que me llegaba hasta la cintura, unos jean oscuros y unas zapatillas blancas; un gorro de lana recaía sobre mis cabellos oscuros y sobre mis pequeñas y heladas orejas, empecé a pensar que tomaría tiempo esperar a papá, esta sería una noche muy larga.
A medida que el tiempo pasaba, los dedos de mis manos, se empezaban a congelar, ya casi no podía moverlos, ya casi no podía pensar…
El viento soplaba muy fuerte, así que decidí sentarme sobre la fría vereda, esta se sentía más silenciosa de lo normal, pues las calles ya no exhibían los pasos de los peatones de la avenida Roosevelt, al caminar, muy apurados, a sus trabajos de medio y tiempo completo.
A mitad de la avenida, se encontraba una gran capilla de color miel, esta tenía unas ventanas con santos dibujados y un precioso techo de cristal para ver las estrellas, fruto de la obra de dios. También había un gran reloj de plata en la parte más alta de la capilla, donde se escuchaba una campanada cada vez que se marcaba las doce del día, o de la media noche; alcé la mirada a esta preciosidad y pude notar que pronto serían las doce de la media noche, papá no volvía y el cementerio donde descansa mamá, cerraría pronto sus puertas de madera tallada, vaya que lástima.
A medida que los minutos pasaban, un auto negro de gran tamaño se estacionó en la esquina de aquella calle. El carro disponía de unas llantas enormes, los vidrios polarizados y unas flores envueltas en hojas grandes y verdes, que emanaban un olor poco familiar; pero poco frecuente de percibir.
Pude fijarme en que el auto tenía una caja marrón en la parte final, al principio parecía ser un chocolate gigante, pero con el paso de los minutos, me fijé en que era un cajón donde las personas mayores, dormían.
No pasaron ni cinco minutos cuando mis dudas se desvanecieron, unos hombres de traje elegante negro, bajaron del auto. Uno de ellos traía lentes oscuros, el pelo con gel y zapatos negros de charol; el otro traía puesto el mismo traje oscuro como la noche, el cabello corto y mal peinado, y unos zapatos marrones. Ellos se dirigieron a la parte de atrás de aquel coche, abrieron las puertas de un solo tirón y empezaron a jalar de aquel cajón enorme.
Al momento de abrir las puertas, una de ellas soltó un chirrido muy irritante ante cualquier oído pero a ellos, pareció no importarles; unos segundos más tarde, empecé a reconocer otro aroma, pero esta vez más familiar que nunca… ¡El perfume de papá! El olor que provenía de aquel cajón, era el perfume de papá, no podía pensar qué pasaba, esos hombres, tenían a mi padre y era más seguro, que no me lo devolverían.
Los hombres, al bajar el cajón, caminaron hacia donde me encontraba, me miraron por unos segundos, e ingresaron a la capilla.
La capilla casi siempre andaba abierta y disponible a estas horas, puesto que al padre no le molestaba que algunos vagabundos se vengan a pasar la noche aquí, espero que no le moleste que un cajón medio misterioso también descanse aquí.
Me levanté de un susto, al mirarme, pude fijarme en que el que no disponía de lentes, causó un gran escalofrío en mí con sólo pestañear.
Mis piernas temblaban de miedo, fue entonces cuando decidí seguir a los hombres hasta la capilla.
Cuando llegaron allá, había un lecho inmenso de rosas y muchas hierbas de diversos olores y colores, aunque algunas opacaban el lugar un poco. Los hombres bajaron el cajón allí, se acercaron y abrieron una pequeña puerta encima de la caja, y caminaron hacia donde me encontraba susurrando — lo sentimos —, poco después, de dirigieron al pórtico de la capilla.
Cuando llegué a menos de cinco metros, lo miré. Él lucía la ropa con la que se había ido, todo elegante y bien parecido al rey de un cuento de hadas; pero eso no era lo que me ponía triste, él dijo que volvería. Dijo que no me dejaría, pero sólo mintió como lo hacen todos los mayores.
En el cajón, pude fijarme aún con los ojos cristalizados, que tenía el rostro pálido, los párpados cerrados y una fría sonrisa marcada en su cara. La barba la tenía un poco crecida, el cabello despeinado y sus rizos, aún recaían sobre su frente.
Caí de rodillas sobre la cerámica del suelo, no sabía qué hacía mi papá ahí dentro, no sabía qué hacía yo mirándole sin hacer nada, lo único que pude hacer, fue traer a mi mente un vivo recuerdo con mi padre; cuando él me dijo, que si veía a una persona dentro de una de esas cajas, esa persona, ya no despertaría jamás.
No podía creer que él ya no despertaría… Necesitaba tenerlo a mi lado, no podían arrebatármelo así de la nada. Esto era injusto. No podría soportar su ausencia, la ausencia de su aroma a rosas, la ausencia de su mirar.
Con las manos heladas, quise tocarle las mejillas. Papá solía tenerlas muy granes y decía que cualquier no las tenía así, siempre tuve envidia de sus hermosas mejillas, todas llenas de amor y de ternura, cuando me levantaba en brazos y me decía que ya era hora de darle amor, mientras le besaba ambas mejillas.
Cerré fuerte los párpados, y cuando los abrí, una lágrima exploró mis mejillas. Lástima que no eran como las de papá, hubiera sido hermoso tener algo de él.
Unas pisadas se hicieron presentes en la capilla, fue entonces cuando giré y logré ver a mi tío, junto a su esposa.
—¿Qué has hecho? —me gritó.
Pero lo que él no sabía, era que yo solo era otra víctima del dolor causado por la ausencia de mi padre.
Él se acercó mirando a su hermano postrado en aquella caja. Su esposa, por otra parte, me tomó en brazos susurrándome al oído “No estás sólo mi amor…”
Me solté de sus brazos y me acerqué ante mi padre. Miré a mi tío y le grité que se vaya, que nunca le había importado la vida de mi padre, y mucho menos, le había importado mi vida antes. ¿Por qué le importaría ahora?
Le grité tan fuerte que la capilla quedó inundada con el eco de mi voz, entonces, él, miró a su mujer, la tomó de la mano y se dio media vuelta alejándose hasta el jardín nocturno.
Estando sólo con mi padre, miré mis manos, aún las sentía heladas, pero no tanto como mi ser; fue entonces cuando cambió algo en mí, necesitaba tocar la piel de papá, la única que me acogió cuando mamá también se fue a dormir.
Forme puños con las manos, miré a papá, y empecé a golpear la ventanilla de cristal que nos separaba al uno del otro; al principio no se rompió, ni una grieta siquiera, pero con el pasar de los golpes, empezó a rechinar.
La primera grieta se hizo notar, hasta que se rompió.
Dentro cayeron los cristales rotos, dentro papá seguía tan intacto como al principio, así que introduje la mano derecha y la pasé despacio sobre los rizos de papá, su frente se sentía muy fría, más que mi propia mano. Me levanté muy despacio jalando la gran tapa de fina madera que cubría el cajón, así liberaría a mi padre y quizá podamos huir juntos.
Cuando la retiré, terminé muy cansado, así que no tuve problema con caer sobre el suelo golpeándome nuevamente las rodillas.
En la parte de los bolsillos, papá aún traía el frasco de pastillas que tomaba cuando le dolía el pecho; pero… ¿Cómo podía seguir ahí? Cada que alguien muere, les cambian la ropa, pero a papá no… Supongo que respetaron la idea de que no le gustaba que lo toquen sin permiso, al igual que sus cosas. El frasco no era muy grande, era mediano y no tenía todas las pastillas que suelen venir, pero al agitarlo, sonaba realmente como una maraca en el verano de Brasil. Lo mantuve en mi mano, dándole una ojeada más, entonces, apretándolo con una fuerza llena de rencor, decidí abrirlo.
Me metí dentro de la caja, sonaba un poco loco, pero lo hice; a mis diez años de edad sólo se podía pensar en carritos y canicas, pero yo pensaba en acostarme al lado de mi padre, por última vez.
La caja estaba forrada de satín blanco con partes carmesí y unas rosas de tela pegadas a esta; la caja, estaba algo estrecha y parecía que quien durmiera ahí dentro, no soñaría con miles de arcoíris y bellos unicornios; si no parecía que quien estará ahí dentro, sólo pensaría en tristeza y dolor.
Me acomodé dentro de esta, alcé los brazos inmóviles de mi padre y empecé a fantasear con sus cálidos abrazos.
Cuando me acurruqué entre sus brazos, apoyé mi cabeza sobre su pecho y empecé a contar las estrellas en el techo de cristal, una a una las miraba tan distantes de mí, así como mi padre se encontraba ahora, lejos de mí. Dicen que si le susurras algo a una estrella, se vuelve realidad, entonces empecé. Papá, vuelve. Papá, despierta. Papá, regresa.
Sentí rabia y me senté mirando a la luna, entonces le grité:
—¡Regrésame a mi padre! —nada ocurrió.
Agaché la cabeza, las lágrimas aumentaban con cada pestañada que daba, miré mi mano, miré el frasco y lo abrí.
Arrojé la tapa a un costado y saqué todas las pastillas que este contenía, giré a ver a papá y las arrojé dentro de mi boca, estaban muy agrias, entonces, me las tragué.
Después de unos minutos, empecé a sentir sueño, un sueño profundo al cual no me podía resistir; entonces, caí sobre papá. Los párpados me pesaban mucho, los labios los sentía secos, la visión se me nublaba y poco a poco perdía el conocimiento.
—No te vayas papá, que si tú te vas, yo iré detrás de ti…
Papá nunca más regresó, y el sonido del reloj marcando la media noche, fue lo último que escuché.
Seudónimo: China