La luz que trasluce tu rostro

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A ella la conocí un viernes. La conocí en un pequeño café escondido en la calle San Francisco. Era tarde y estaba lloviendo, lo cual estaba de fuera de costumbre. Como era natural, estaba solo. Trataba de leer un poco, a ver si leyendo se me pasaba la angustia. Tenía miedo; no sabía de qué. Despertaba en las mañanas alborotado y nervioso, como si no hubiese podido conciliar el sueño. A veces prefería la vigilia; no dormir era mejor que despertar acongojado e irascible. No era sencillo, vivir con un dolor adentro, preguntándote de dónde proviene. Estar con la duda encima. Quizás enloquecer. Cosas de escritores, me decían. Yo por supuesto, no les hacía caso. Si nunca había escrito nada en mi vida.
Recuerdo que en el café sonaba algo de Nina Simone, o tal vez solo es la forma en que quiero recordarlo: verla por esa puerta; my baby just cares for me.  Seguirla con la mirada hasta que, tímidamente, ella se sentase en una pequeña mesa cercana a la ventana. Nina seguiría en el fondo. Liz Taylor is not his style. Quise seguir leyendo; no pude. De vez en cuando volvía a observarla Parecía absorta en la lectura de un librito azul, al que se le notaban las manchas de moho y humedad incluso desde dónde yo estaba. Bebía café a ratos, con la misma delicadeza con la que pasaba cada una de las páginas amarillentas. Entonces llegó mi orden, tan inoportunamente como el cambio de canción. Mi taza me la acabé en segundos. Al libro lo aparté hacia un lado. Necesitaba verla. Sonreía al hacerlo.
Así continuaban los minutos, en la espera. Pensé en acercarme. No sabía cómo. Delineé un par de excusas en mi cabeza. Que me la había encontrado antes y que sería bueno entablar conversación. Que siempre me interesaban aquellos que leían con apego. Que la vi sola y no me pude resistir. Tantas cosas en mente. Aunque claro, nada de eso llegó a concretarse. Vi que se hacía tarde; necesitaba acercarme de una vez. Dejé el dinero sobre la mesa y me levanté de golpe. Caminé temeroso. Ella seguía pasando las páginas. Tenía que hablarle.
—Nos ha agarrado tremenda lluvia, ¿no cree? Y eso que es abril.
Pensé que no respondería, y no lo hizo. Se quedó mirando a la ventana, en silencio. Puso un dedo junto al cristal, como acariciando las gotas al otro lado de este. Pensé que me invitaba a sentarme. Lo hice. Por unos cuántos minutos, ella no apartó la vista del cristal.  Con sus dedos palpaba el vidrio, suavemente. Creí que no se había percatado de mi presencia.
—La lluvia es una mala excusa —dijo de pronto, y por la sorpresa, me costó contestarle. 
—¿Qué cosa?
—Para acercarte; no es la mejor excusa. Ya nadie habla de la lluvia. No sé, es extraño.
Entonces se dio la vuelta. Así, la pude ver. Micaela tenía los pómulos abultados, la piel cobriza y los ojos delineados por la más infinita tristeza. Cada cierto tiempo, viraba la mirada. De los nervios se comía las uñas, o jugaba con su cabello, lacio y azabache. De vez en cuando forzaba una sonrisa, para regresar de nuevo al libro. Seguía sin decir nada. Pensé que sería bueno quedarme mirando por la ventana. Por lo que veo, funcionó. Quiso hablar.
—Eres insistente, ¿no? —no parecía estar molesta ni nada, lo que me tranquilizó.
—Si soy honesto, no me pasa muy seguido. Qué puedo hacer, si justo me encuentro contigo.
Rió. Al parecer, le había inspirado confianza. Dejó el piso y la ventana. Por una vez, puso esos enormes ojos negruzcos fijos en mí. Con sus dedos, pequeños y mordidos, apartó el libro de la mesa. Era una buena señal. La música había cambiado. Sonaba Ella Fitzgerald. Summertime and the livin' is easy; me dijo su nombre y que odiaba salir a cualquier lado que no sirviese café. So hush little baby, don't you cry; le platiqué de mi falta de sueño y mi miedo por la mañana. Me dijo que amaba estar sola, pero que a la vez, le dolía; There's a nothin' can harm you. Pedimos algo para acompañar el momento. Más café y algo para compartir. Seguimos hablando, Micaela parecía estar cómoda. De vez en cuando, volvía a reírse; sus labios se contraían duramente al hacerlo, como si para ellos fuera algo nuevo.
Hubiéramos estado así para siempre, hasta que vi todo oscuro por la ventana; era de noche. Ella también lo notó. Volvió a sonreír antes de abandonar la mesa. Decidí seguirla y dejar llena mi última taza de café. La encontré a la salida, y me quedé a su lado. Andamos.
El silencio reinaba en nuestro paso. Pensé que podríamos ir a mi piso; una idea que rondaba mi cabeza desde hacía rato. Caminábamos y no sabía cómo proponérselo. Micaela seguía apretándose el brazo, rasgaba la tela de su chompa. Caminaba apartada, distante. Pensé que iba a ser un hasta luego y una oportunidad perdida. Entonces ella lo volvió a hacer.
—Me dijiste que vivías por acá nomás, ¿verdad? —Lo afirmé con la cabeza; ella prefirió no decir nada y seguir caminando. Prefería el silencio. Por algún extraño motivo, yo también.
Al llegar me demoré bastante intentando abrir la puerta; el cerrojo andaba malo. Mi piso bien podría haber estado desamoblado; nunca estaba ahí. Un pequeño sofá, empolvado y arrugado por el tiempo, una mesita de madera y una silla de cuero viejo. Al lado un camastro, con sábana de franela. Una tenue lámpara apenas brillaba en una esquina. Ella ni se inmutó por la dejadez. Al entrar, nos sentamos en una esquina. Por algún motivo, el ventanal estaba abierto. Micaela parecía feliz. Quiso apretujarse a mi lado, apegándose a mi cuerpo. Sentí su calor y el aroma a café con vainilla que brotaba de su cuello. Cerró los ojos por un instante. Yo seguía nervioso, temiendo que se apartara de mi lado. La angustia seguía latente en mi pecho; todavía no sabía por qué. Ella lo hizo sencillo. Respiraba con calma, así la sentía.
No supe cuánto tiempo había pasado hasta que ella abrió los ojos. La noche resplandecía. Con la mirada fija en el vidrio y su cabello cubriendo mi espalda, Micaela habló, casi susurrando.
—Nunca entendí qué tiene la gente con las estrellas. Me ponen triste.
—¿Por qué? —lo dije sorprendido. Había veces en que simplemente, no la entendía.
—Porque están solas. Y están tan lejos... De nada me sirve ver algo que nunca podré tener.
—Creo que de eso se trata la vida. Anhelar cosas que no podrás tener —no sé por qué dije eso. Pasaron los minutos y yo me aferré a ella; Micaela parecía hacer lo mismo conmigo. Calma.
—Creo que es cierto —me dijo— ¿Quién dijo que para querer a alguien había que conocerlo?
—Eso es diferente. Se necesita algo más —no estaba seguro; otra vez, me ganaba la confusión.
—¿No era que uno anhelaba lo que no tenía?
 —Querer y anhelar no es lo mismo, no siempre.
Micaela volvió a mirar por el ventanal; parecía fijarse en la luna. Estaba sonriendo.
—Conmigo lo es. ¿Qué puedo decirte? Te quiero. Y demonios, eso basta. Eso creo.
No pude contenerme. Me acerqué y le di un beso. Sus labios estaban rasgados, pero al menos, esbozaban una sonrisa mientras yo sentía su piel. Quería tener la radio encendida, estar con Nina o Ella, o quien sea. Pero solo tuvimos al silencio. Fue ella quien lo rompió.
—Debo decirte algo. Nadie me ha hecho sentir así. Sé que son solo unas horas, pero ya lo siento, y créeme, no va a cambiar. Te necesito.—le vi los ojos llorosos. No dije nada.
Decidí acercarme, incluso más. Hasta ahora no estoy seguro, y prefiero no estarlo. A veces todavía me lo pregunto. Tal vez sí hicimos el amor. Tal vez fue suave e intenso, sobre el camastro de franela, cubiertos por una colcha de lana, tratando de rehuirle al frío y a la lluvia. Así, lento, sincero y puro. Tal vez Micaela lloró y yo traté de consolarla; tal vez fue en vano y ella siguió llorando, y seguro terminamos desnudos, abrazados temerosamente, aferrándonos el uno al otro y esperando a que la mañana no sea demasiado dura.
Tal vez pasó todo eso, y ella se fue a dormir con una sonrisa dibujada en el rostro.
Pero nunca estaré seguro eso. Lo único que recuerdo con claridad es despertarme a la mañana siguiente y darme cuenta que el camastro de franela estaba totalmente vacío.
***
Durante una semana estuve esperando respuesta. El cielo seguía grisáceo y el frío era una constante. Por primera vez, me despertaba ansioso, entonces con razón. Tenía que ser ella. O su recuerdo. O esa cosa suya que sin entenderlo bien, permanecía en mí. Maldita sea.
Pensé que tal vez, todo seguiría así. Pensé mal. Sucedió cuando los días de lluvia se habían ido. Llegué a casa una tarde, quizás de jueves, aunque no puedo confirmarlo; los días se suceden iguales. Llegué y vi un sobre de papel sobre la rendija de la puerta. Por más expectante que estaba, recién lo abrí después del almuerzo. Eran unas pocas líneas, de una letra dibujada, fina y delineada; era ella. Me senté junto a mi cama y decidí leerla.
Se llama José Carlos, tiene veintitrés años y trabaja en el correo; le amo. Pero lo que dije era cierto. Y sí, mi Miguelito ya está por el año y medio. Pero lo que dije era cierto. Estoy segura de ya no volver a aquel café, ni a esa mesa, ni junto al libro azul. Pero lo que dije es cierto. Y eso, aunque no lo creas, es lo que hace que mis días valgan la pena.
Micaela.
Silencio. Otra vez, lamenté no haber dejado la radio encendida. Hubiera estado mejor. Sin pensarlo, me encontré releyendo aquella nota una vez, dos, otra vez más. La cerré y luego de un par de dobleces, la dejé en un cajón del escritorio, de dónde nunca la volvería a extraer. La tarde la tenía libre. Sentí ganas de dar un paseo. Salí a la calle a prisa, y así, eché a andar por el centro.

Seudónimo: M