Premio "José María Arguedas" [Índice]
Los ríos profundos
(José María Arguedas)
Fragmento [Descargar archivo en Word]
I. El viejo
Infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia.
Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastón con puño de oro; su sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes.
Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del viejo: “Desde las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos. ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre.
Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extraño proyecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable.
Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.
Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto.
—Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre.
Se refería al Viejo.
Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre marchó detrás de mí y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje.
Aparecieron los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles ondulantes, en la ladera de la montaña. Pero ¡ni un muro antiguo!
Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes tallados, los grandes patios con arcos, los conocía. Los había visto bajo el sol de Huamanga. Yo escudriñaba las calles buscando muros incaicos.
—¡Mira al frente! —me dijo mi padre—. Fue el palacio de un inca.
Cuando mi padre señaló el muro, me detuve. Era oscuro, áspero; atraía con su faz recostada. La pared blanca del segundo piso empezaba en línea recta sobre el muro.
—Lo verás, tranquilo, más tarde. Alcancemos al Viejo —me dijo.
Habíamos llegado a la casa del Viejo. Estaba en la calle del muro inca.
Entramos al primer patio. Lo rodeaba un corredor de columnas y arcos de piedra que sostenían el segundo piso, también de arcos, pero más delgados. Focos opacos dejaban ver las formas del patio, todo silencioso. Llamó mi padre. Bajó del segundo piso un mestizo, y después un indio. La escalinata no era ancha, para la vastedad del patio y de los corredores.
El mestizo llevaba una lámpara y nos guió al segundo patio.
No tenía arcos ni segundo piso, sólo un corredor de columnas de madera. Estaba oscuro; no había allí alumbrado eléctrico. Vimos lámparas en el interior de algunos cuartos. Conversaban en voz alta en las habitaciones. Debían ser piezas de alquiler. El Viejo residía en la más grande de sus haciendas del Apurímac; venía a la ciudad de vez en cuando, por sus negocios o para las fiestas.
Algunos inquilinos salieron a vernos pasar. Un árbol de cedrón perfumaba el patio, a pesar de que era bajo y de ramas escuálidas. El pequeño árbol mostraba trozos blancos en el tallo; los niños debían de martirizarlo.
El indio cargó los bultos de mi padre y el mío. Yo lo había examinado atentamente porque suponía que era el pongo. El pantalón, muy ceñido, sólo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas mostraban los músculos en paquetes duros que brillaban. “El Viejo lo obligará a que se lave, en el Cuzco”, pensé. Su figura tenía apariencia frágil; era espigado, no alto. Se veía, por los bordes, la armazón de paja de su montera. No nos miró. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello. La expresión del mestizo era, en cambio, casi insolente.
Vestía de montar.
Nos llevaron al tercer patio, que ya no tenía corredores.
Sentí olor a muladar allí. Pero la imagen del muro incaico y el olor a cedrón seguían animándome.
—¿Aquí? —preguntó mi padre.
—El caballero ha dicho. Él ha escogido —contestó el mestizo.
Abrió con el pie una puerta. Mi padre pagó a los cargadores y los despidió.
—Dile al caballero que voy, que iré a su dormitorio en seguida. ¡Es urgente! —ordenó mi padre al mestizo.
Este puso la lámpara sobre un poyo, en el cuarto. Iba a decir algo, pero mi padre lo miró con expresión autoritaria, y el hombre obedeció. Nos quedamos solos.
—¡Es una cocina! ¡Estamos en el patio de las bestias! —exclamó mi padre.
Me tomó del brazo.
—Es la cocina de los arrieros —me dijo—. Nos iremos mañana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito!
Sentí que su voz se ahogaba, y lo abracé.
—¡Estamos en el Cuzco! —le dije.
—¡Por eso, por eso!
Salió. Lo seguí hasta la puerta.
—Espérame, o anda a ver el muro —me dijo—. Tengo que hablar con el Viejo, ahora mismo.
Cruzó el patio, muy rápido, como si hubiera luz.
Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Manchas de hollín subían al techo desde la esquina donde había una tullpa indígena, un fogón de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitación. Un catre de madera tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la cocina. La manta de seda verde, sin mancha, que cubría la cama, exaltaba el contraste. “¡El Viejo! —pensé—. ¡Así nos recibe!”
Yo no me sentía mal en esa habitación. Era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi infancia; al cuarto oscuro donde recibí los cuidados, la música, los cantos y el dulcísimo hablar de las sirvientas indias y de los “concertados”. Pero ese catre tallado ¿qué significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por ofender al recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar. Nosotros no lo necesitábamos. ¿Por qué mi padre venía donde él? ¿Por qué pretendía hundirlo? Habría sido mejor dejarlo que siguiera pudriéndose a causa de sus pecados.
Ya prevenido, el Viejo eligió una forma certera de ofender a mi padre. ¡Nos iríamos a la madrugada! Por la pampa de Anta.
Estaba previsto. Corrí a ver el muro.
Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo; sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado.
No pasó nadie por esa calle, durante largo rato. Pero cuando miraba, agachado, una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de arriba. Me puse de pie. Enfrente había una alta pared de adobes, semiderruida. Me arrimé a ella. El hombre orinó, en media calle, y después siguió caminando. “Ha de desaparecer —pensé—. Ha de hundirse.” No porque orinara, sino porque contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. Me alcanzó y siguió de largo siempre con esfuerzo. Llegó a la esquina iluminada y volteó.
Debió de ser un borracho.
No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en esos viajes.
Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde las plazas de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cuzco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad. ¡Será para un bien eterno!”, exclamó mi padre una tarde, en Pampas, donde estuvimos cercados por el odio.
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: “yawar mayu”, río de sangre; “yawar unu”, agua sangrienta; “puk-tik’ yawar k’ocha”, lago de sangre que hierve; “yawar wek’e”, lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse “yawar rumi”, piedra de sangre, o “puk’tik yawar rumi”, piedra de sangre hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman “yawar mayu” a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman “yawar mayu” al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan.
—¡Puk’tik, yawar rumi! —exclamé frente al muro, en voz alta.
Y como la calle seguía en silencio, repetí la frase varias veces.
Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y avanzó por la calle angosta.
—El Viejo ha clamado y me ha pedido perdón —dijo—.
Pero sé que es un cocodrilo. Nos iremos mañana. Dice que todas las habitaciones del primer patio están llenas de muebles, de costales y de cachivaches; que ha hecho bajar para mí la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y tendremos que oír misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos en seguida. No veníamos al Cuzco; estamos de paso a Abancay.
Seguiremos viaje. Este es el palacio de Inca Roca. La Plaza de Armas está cerca. Vamos despacio. Iremos también a ver el templo de Acllahuasi. El Cuzco está igual. Siguen orinando aquí los borrachos y los traseúntes. Más tarde habrá aquí otras fetideces... Mejor es el recuerdo. Vamos.
—Dejemos que el Viejo se condene —le dije—. ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca?
—Desde la Conquista.
—¿Viven?
—¿No has visto los balcones?
La construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española, blanqueada, no parecía servir
sino para dar luz al muro.
—Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
—No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido.
Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
—Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
—Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
—Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho contemplé nuevamente el muro.
—¿Viven adentro del palacio? —volví a preguntarle.
—Una familia noble.
—¿Como el Viejo?
—No. Son nobles, pero también avaros, aunque no como el Viejo. ¡Como el Viejo no! Todos los señores del Cuzco son avaros.
—¿Lo permite el Inca?
—Los incas están muertos.
—Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. ¿No temen quienes viven adentro?
—Hijo, la catedral está cerca. El viejo nos ha trastornado. Vamos a rezar.
—Dondequiera que vaya, las piedras que mandó formar Inca Roca me acompañarán. Quisiera hacer aquí un juramento.
—¿Un juramento? Estás alterado, hijo. Vamos a la catedral. Aquí hay mucha oscuridad.
Me besó en la frente. Sus manos temblaban, pero tenían calor.
Pasamos la calle; cruzamos otra, muy ancha, recorrimos una calle angosta. Y vimos las cúpulas de la catedral. Desembocamos en la Plaza de Armas. Mi padre me llevaba del brazo.
Aparecieron los portales de arcos blancos. Nosotros estábamos a la sombra del templo.
—Ya no hay nadie en la plaza —dijo mi padre.
Era la más extensa de cuantas había visto. Los arcos aparecían como en el confín de una silente pampa de las regiones heladas. ¡Si hubiera graznado allí un yanawiku, el pato que merodea en las aguadas de esas pampas!
Ingresamos a la plaza. Los pequeños árboles que habían plantado en el parque, y los arcos, parecían intencionalmente empequeñecidos, ante la catedral y las torres de la iglesia de la
Compañía.
—No habrán podido crecer los árboles —dije—. Frente a la catedral, no han podido.
Mi padre me llevó al atrio. Subimos las gradas. Se descubrió cerca de la gran puerta central. Demoramos mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre iba rezando; no repetía las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios, libremente. Estábamos a la sombra de la fachada. No me dijo que rezara; permanecí con la cabeza descubierta, rendido. Era una inmensa fachada; parecía ser tan ancha como la base de las montañas que se elevan desde las orillas de algunos lagos de altura.
En el silencio, las torres y el atrio repetían la menor resonancia, igual que las montañas de roca que orillan los lagos helados. La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco es difuso y parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido por el silencio.
Cruzamos, de regreso, el atrio; bajamos las gradas y entramos al parque.
—Fue la plaza de celebraciones de los incas —dijo mi padre—.
Mírala bien, hijo. No es cuadrada sino larga, de sur a norte.
La iglesia de la Compañía, y la ancha catedral, ambas con una fila de pequeños arcos que continuaban la línea de los muros, nos rodeaban. La catedral enfrente y el templo de los jesuitas a un costado. ¿Adónde ir? Deseaba arrodillarme. En los portales caminaban algunos transeúntes; vi luces en pocas tiendas. Nadie cruzó la plaza.
—Papá —le dije—. La catedral parece más grande cuanto de más lejos la veo. ¿Quién la hizo?
—El español, con la piedra incaica y las manos de los indios.
—La Compañía es más alta.
—No. Es angosta.
—Y no tiene atrio, sale del suelo.
—No es catedral, hijo.
Se veía un costado de las cúpulas, en la oscuridad de la noche.
—¿Llueve sobre la catedral? —pregunté a mi padre—. ¿Cae la lluvia sobre la catedral?
—¿Por qué preguntas?
—El cielo la alumbra; está bien. Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarán.
—La lluvia sí; jamás el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la catedral parece más grande.
Una mancha de árboles apareció en la falda de la montaña.
—¿Eucaliptos? —le pregunté.
—Deben de ser. No existían antes. Atrás está la fortaleza, el Sacsayhuaman. ¡No lo podrás ver! Nos vamos temprano. De noche no es posible ir. Las murallas son peligrosas. Dicen que devoran a los niños. Pero las piedras son como las del palacio de Inca Roca, aunque cada una es más alta que la cima del palacio.
—¿Cantan de noche las piedras?
—Es posible.
—Como las más grandes de los ríos o de los precipicios. Los incas tendrían la historia de todas las piedras con “encanto” y las harían llevar para construir la fortaleza. ¿Y estas con que levantaron la catedral?
—Los españoles las cincelaron. Mira el filo de la torre.
Aun en la penumbra se veía el filo; la cal que unía cada piedra labrada lo hacía resaltar.
—Golpeándolas con cinceles les quitarían el “encanto”.
Pero las cúpulas de las torres deben guardar, quizás, el resplandor que dicen que hay en la gloria. ¡Mira, papá! Están brillando.
—Sí, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra. Perdonemos al Viejo, ya que por él conociste el Cuzco. Vendremos a la catedral mañana.
—Esta plaza, ¿es española?
—No. La plaza, no. Los arcos, los templos. La plaza, no. La hizo Pachakutek’, el Inca renovador de la tierra. ¿No es distinta de los cientos de plazas que has visto?
...